El contacto con las semillas, los brotes,
las pequeñísimas y frágiles plantas que nacen y mueren al primer descuido, me
ha sensibilizado, en general, a las plantas niñas que hay en la ciudad, y en
especial a las palmeras.
Las hay por doquier; una sola ramita que
aparece y aguanta no sé cuánto; quizás una año, o dos, antes de tener otra rama
que la engrose, antes de que algún perro, humano, granizo o rata termine con
ella. Si tiene suerte la rama se vuelve doble, y poco a poco, remedo de una
palmera mayor. Poco a poco le nacen hojas que se ven como palmeras pero sólo a
las suficientemente fuertes o afortunadas.
He notado que sólo progresan al abrigo de
alguien, cuidadas por algo mayor a ellas, generalmente su propia madre, por
llamarla de algún modo, o será papá. También crecen junto a bardas, rejas,
postes, bajo cualquier cosa que les des dé un resguardo del mundo y su vaivén.
Me queda claro que algún día, la palmera
anciana caerá muerta por la joven ganadora del concurso o tomadura de pelo que
se llama vida, que habrá usurpado el lugar de sus raíces y la sucederá en la
espera de un destino similar.
Y esto mismo me ha hecho me ha ilustrado lo distintos que son los cuadros de tiempo, para humanos y para palmeras. Lo
que para nosotros es toda una vida para ellos es una infancia, o cuando mucho,
una adolescencia.
No puedo dejar de imaginar un mundo en el
que los hombres hayamos caído y las palmeras extiendan nuevamente su reinado
por la tierra.
Un lugar a salvo para las niñas palmeras.
Por unos cuantos millones de años. No más.
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